El porche
[Cuento -
Texto completo.]
Herman
Melville
Con flores de las
más bellas,
Mientras dure el verano y viva yo aquí, Fidele.
Cuando me trasladé al campo, ocupé la anticuada casa de una granja, casa
que no tenía porche, deficiencia ésta más de lamentar porque no solo me gustan
los porches, que de alguna manera combinan la comodidad de los interiores con
la libertad de los exteriores, siendo muy placentero el examinar allí el
termómetro, sino que la región es tan bella, que en época de bayas ningún
muchacho trepa colina o cruza cañada sin tropezar con caballetes asentados en
todos los rincones, así como pintores ennegrecidos por el sol. Un verdadero
paraíso de pintores. El círculo de las estrellas está cortado por el círculo de
las montañas. Al menos, así parece desde la casa, aunque, una vez en las
montañas, ningún círculo de éstas puede verse. De haberse elegido el solar
ochenta pies más allá, no existiría ese anillo encantado.
La casa es vieja. Hace setenta años, en el corazón mismo de las colinas
Hearth Stone tallaron la Caaba, o Piedra Sagrada, a la que, cada día de Acción
de Gracias, los peregrinos solían ir. Ocurrió esto hace tanto tiempo que, al
cavar para los cimientos, los obreros usaron layas y hachas en su lucha contra
los trogloditas de aquellas partes subterráneas: raíces vigorosas de un bosque
vigoroso, situado en lo que hoy es un largo declive de prados adormilados, que
van descendiendo desde mi macizo de amapolas. De aquel bosque apretado no queda
sino un sobreviviente: un olmo, caído en soledad debido a su constancia.
Quien haya construido la casa, la construyó mejor de lo que supuso; o
bien Orión, en el cenit, alguna noche estrellada hizo brillar su espada de
Damocles ante ese hombre y le dijo “Construye aquí”. De otra manera, ¿cómo
habría entrado en la mente de aquel edificador que, una vez terminado el claro,
suya sería una perspectiva tan regia? Nada menos que Greylock con todas sus
colinas, como si se tratara de Carlomagno entre sus pares.
Ahora bien, que una casa situada así en tal campo no tenga porche, para
que desde él, quienes así lo deseen se agasajen con la vista y se tomen en el
disfrute todo el tiempo del mundo, parece un descuido tan grande como el de una
galería de pinturas que careciera de bancas, pues, ¿qué son los salones de
mármol de esas colinas de piedra caliza sino galerías de exhibición? Galerías
en las cuales, renovándose cada mes, cuelgan cuadros que se diluyen en los que
vienen después. Y la belleza se parece a la piedad: no es posible correr
mientras se la lee; se necesitan tranquilidad, constancia y, hoy en día, un
sillón: Porque aunque, en los viejos tiempos, cuando la reverencia estaba de
moda y no la indolencia, los devotos de la Naturaleza sin duda adoraban de pie
—tal como, en las catedrales de aquellas épocas, lo hacían los adoradores de un
Poder superior—, en estos días de fe insegura y rodillas débiles tenemos el
porche y el banco de iglesia.
En el primer año de mi residencia allí, para más cómodamente presenciar
la coronación de Carlomagno (de permitirlo el tiempo, lo coronaban cada
amanecer y cada puesta), elegí, en un descanso de una ladera cercana, un canapé
de hierba regio, un canapé de terciopelo verde con un amplio respaldo de musgo;
a la altura de la cabeza, caso bastante extraño, crecían (por cuestiones de
heráldica, supongo) tres matas de violetas azules sobre un campo argentado de
fresas silvestres; como dosel levanté un enrejado de madreselva. Un canapé en
verdad majestuoso. Tanto que, allí, como ocurriera con la yacente majestad de
Dinamarca en su jardín, un taimado dolor de oído me invadió. Pero si en
ocasiones abunda la humedad en la Abadía de Westminster, por ser tan antigua,
¿por qué no dentro de este monasterio de montaña, mucho más viejo?
Era necesario un porche.
La casa era amplia, mí fortuna estrecha. Así pues, imposible era el
construir un porche panorámico, que diera la vuelta al edificio; aunque, en
verdad, vista la cuestión desde la perspectiva de la regla y la escuadra, los
carpinteros, del modo más amable, estaban ansiosos de satisfacer mis menores
deseos, he olvidado a cuánto por pie de construcción.
La prudencia me concedía lo que yo deseaba tan solo en uno de los cuatro
lados. Ahora bien ¿cuál de ellos?
Al este, ese largo campo de las colinas Hearth Stone, que se desvanece a
lo lejos, hacia Quito. Cada otoño, un copillo blanco de algo indefinido mira de
pronto, en las mañanas frías, desde el farallón más alto. Es la oveja recién
creada por la estación, su vellocino más temprano; y luego el amanecer de
Navidad, que cubre esas montañas pardas con lanas y tartanes rojizos, una vista
placentera desde el porche. Una vista placentera, sí; pero al norte está
Carlomagno, y no pueden preferirse las colinas de Hearth Stone cuando se tiene
a Carlomagno.
Bueno, vayamos al lado sur. Allí hay manzanos. Es agradable el sentarse,
una fragante mañana del mes de mayo, a contemplar el huerto, lleno de flores
blancas, como dispuesto a una boda. Y luego, en octubre, un campo verde, con
enormes pilas de esferas rojas. Muy bello, lo confieso. Pero al norte está
Carlomagno.
Miren ahora el lado oeste. Un pastizal en tierras altas, que se estrecha
allá lejos en el bosque de arces que lo corona. Es grato, cuando abre la
primavera, seguir por la ladera, en todo lo demás gris y desnuda, seguir por
ella, digo, las sendas más antiguas, señaladas por las vetas de los primeros
verdes. En verdad grato, no puedo negarlo. Pero al norte está Carlomagno.
Y Carlomagno ganó. Era poco después de 1848. Por alguna razón, alrededor
de aquella época, y en todo el mundo, esos reyes tenían derecho al voto, y
votaban por ellos mismos.
No terminaba de romperse el terreno cuando todos los vecinos, y en
especial mi vecino Dives, también rompieron… pero en carcajadas. ¡Un porche con
vista al norte! ¡Un porche de invierno! Desea, supongo yo, mirar la Aurora
Boreal en las medianoches de invierno. Espero que tenga buena reserva de
manguitos y guantes polares.
Fue esto en el mes de marzo. No se olvidan las narices azules de los
carpinteros, y cómo escarnecían la inexperiencia del citadino, quien deseaba su
porche al norte. Pero marzo no es eterno; con paciencia, agosto llega. Y
entonces, en el fresco elíseo de mi cobertizo septentrional, como Lázaro
cobijado en el seno de Abraham, lanzaba miradas compasivas al pobre Dives,
quien sufría tormentos en el purgatorio de su porche meridional.
Pero incluso en diciembre no se rechaza este porche al norte, aunque el
frío muerda y haya chubascos; aunque el viento norte, como cualquier molinero,
pase por la nieve volviéndola una finísima harina, porque, una vez más, con la
barba escarchada, me paseo por la resbalosa cubierta, doblando el Cabo de
Hornos.
También cuando el verano, a lo Canuto, aquí sentado, suele venir a
mientes el mar. Pues no solo las grandes olas mueven las espigas inclinadas, y breves
ondas de pasto llegan al porche, como en una bahía, sino que los vilanos de los
dientes de león flotan como rocío, y el morado de las montañas es como el
morado de las olas y una tranquila luna de agosto medita sobre los ricos
prados, como una calma en la línea del Ecuador. La vastedad y la soledad son
tan oceánicas, siéndolo también el silencio y la uniformidad, que el primer
atisbo de una casa extraña, más allá de los árboles, es para todo el mundo algo
así como descubrir, en la costa de la Berbería, una vela desconocida.
Y esto me hace recordar mi viaje tierra adentro, al país de las hadas.
Un viaje verdadero, pero, si visto en su totalidad, tan interesante como si lo
hubiera inventado.
Desde el porche había captado algún objeto impreciso, misteriosamente
cobijado, al parecer, en una especie de bolsillo morado, allá en lo alto de un
hueco en forma de embudo, o ángulo hundido, en las montañas noroccidentales.
Sin embargo, era imposible determinar si se encontraba en una ladera o en un
pico, pues, aunque vista desde perspectivas favorables, una cima azul, que mira
a la lejanía tras las otras, hablará por encima de sus cabezas, por así
decirlo, y afirmará que si bien ella (la cima azul) parece hallarse entre las
demás, no pertenece al grupo (¡Dios lo prohíba!) y, en verdad, hará saber que
se considera —como, la verdad sea dicha, tiene todo el derecho a creer—
superior a las otras por varios codos. No obstante, ciertas cadenas, aquí y
allá en doble fila, como formando pelotones, de tal manera van hombro con
hombro y se siguen unas a otras, con sus formas y alturas irregulares, que,
desde el porche, una montaña cercana y baja se desvanecerá, en casi todas las
condiciones atmosféricas, en otra más alta y alejada. Así, un objeto, solitario
en la cresta de la primera, parecerá, por todas las razones dadas, estar
anidado en el flanco de la segunda. De algún modo, esas montañas juegan al
escondite delante de nuestros propios ojos.
Pero, sea como fuere y en todo caso, aquel punto en cuestión se
encontraba de tal manera situado, que solo era visible, y muy vagamente, en
ciertas condiciones de luz y sombra bastante embrujadoras.
A decir verdad, por un año o quizás más, no supe que existiera ese
lugar; y tal vez nunca lo hubiera sabido de no ser por un hechicero atardecer
de otoño, de fines del otoño, un atardecer hecho para un poeta loco. Ocurrió
cuando los cambiantes bosques de arces situados en la amplia cuenca a mis pies,
perdido ya su primer tinte bermellón, humeaban sordamente, como pueblos en
pavesas, las llamas expirando sobre su presa; según los rumores, aquel humo
visto en el aire no era todo producto del veranillo de San Martín —que nunca se
presentaba tan viciado, por suave que fuera—, sino que, en gran medida, lo
traía el viento desde los lejanos bosques de Vermont, hacía semanas en fuego.
No extrañe entonces que el cielo se mostrara ominoso como la caldera de Hécate;
dos cazadores, al cruzar un rojo campo de trigo sarraceno en rastrojo, parecían
el culpable Macbeth y el condenado Banquo. Y, muy hacia el sur, como
correspondía por la estación, un sol ermitaño, cobijado en la cueva de Adulam,
poco más hacía que, por reflejo indirecto de los débiles rayos lanzados desde
las nubes a través del desfiladero de Simplón, pintar estático un pequeño y
redondo lunar, de color rojo, en la pálida mejilla de las colinas
noroccidentales. Atraía como una señal. Era un punto de resplandor en medio de
las sombras.
Allí hay unas hadas, pensé; un ruedo mágico donde las hadas danzan.
Pasó el tiempo. Al siguiente mayo, tras una lluvia ligera caída en las
montañas —un breve aguacero vuelto isla en los mares brumosos de la luz solar;
una lluvia lejana (y en ocasiones había dos y tres y hasta cuatro de ellas,
visibles a la vez en distintos lugares) de las que me gusta mirar desde el porche,
y no esas tormentas llenas de truenos que en el pasado me atraían, que
envuelven al viejo Greylock como a un Sinaí, haciéndonos pensar que el atezado
Moisés estuviera trepando por él entre arbustos de cicuta achicharrados; tras
esa lluvia ligera, decía yo, vi un arco iris cuyo extremo más lejano descansaba
justo donde, el verano anterior, notara el lunar. Allí hay unas hadas, pensé,
recordando a la vez que los arco iris hacen florecer y que, si se llega a su
comienzo, una bolsa de oro nos volverá ricos. Ojalá estuviera donde comienza
ese arco iris, pensé. Y en nada disminuyó mi deseo cuando, por primera vez,
noté en el flanco de la montaña lo que parecía un valle pequeño o una gruta;
fuera lo que fuere, brillaba como las minas de Potosí cuando se lo veía a
través del arco iris. Un vecino prosaico afirmó que se trataba de algún viejo
granero, abandonado, su costado caído y como fondo la cuesta. Sin haber estado
allí nunca, supe que se equivocaba. A los pocos días, un amanecer alegre hizo
brillar una chispa dorada en aquel mismo punto. Tan viva era la chispa, que
solo un trozo de cristal parecía capaz de producirla. Entonces el edificio —si,
después de todo, tal era— no podía ser un granero y, mucho menos, encontrarse
abandonado, con una paja de heno rancio echando moho en él por diez años. No,
de ser algo construido por mano mortal, debía tratarse de una cabaña, quizá
vacía y desmantelada, pero aquella primavera misma reparada y provista de
vidrios de un modo mágico.
Un mediodía, otra vez en esa misma dirección, noté, sobre los borrosos
remates de la verdura dispuesta en terrazas, un brillo mayor, como el de un
escudo de plata puesto al sol por encima de la cabeza de una persona
acuclillada; ese brillo, nos ha enseñado la experiencia en casos similares, proviene
necesariamente de un edificio recién tejado. Aquello me aseguró que la lejana
cabaña en tierra de hadas había sido ocupada hacía poco.
A partir de entonces, un día tras otro, lleno de interés en mi
descubrimiento, miraba anheloso hacia las colinas todo el tiempo que podía
quitarle a mi lectura de El sueño de una noche de verano y de todo lo referente
a Titania. En vano. O bien un ejército de sombras, una guardia imperial, de
paso lento y aire solemne, desfilaba por las pendientes; o, derrotado por la
luz acosadora, huía del este al oeste, dispersándose, como en las viejas
batallas de Lucifer y San Miguel; o las montañas, aunque incólumes a esas
luchas falsas ocurridas en el cielo, tenían una atmósfera por otras razones
desfavorables a las imágenes encantadas. Lo lamenté. Sobre todo que, enfermo,
hube de retirarme a mi habitación por un tiempo, y mi habitación no daba a esas
colinas.
Cuando, bastante repuesto ya, estaba sentado una mañana de septiembre en
mi porche, meditando, pasaron por allí en grupo los niños del granjero, quienes
venían detrás de un rebañito de ovejas, traveseando, y me dijeron: “Hermoso
día” —no pasaba de ser, después de todo, lo que sus padres llamaban una promesa
de buen tiempo; a decir verdad, me había vuelto muy sensible a causa de la
enfermedad, al grado de no soportar el ver una enredadera china por mí sembrada
que, para mi deleite, tras subir por una columna del porche había reventado en
flores rutilantes; pero ahora, cuando se apartaban las hojas un poco, mostraba
millones de extraños y corrosivos gusanos que, por alimentarse de aquellas
flores, compartían su bendito color, volviéndolo maldito para siempre; gusanos
cuyos gérmenes sin duda habían acechado en el bulbo mismo que, lleno de
optimismo, plantara. Pues bien, allí estaba sentado, hundido en esa ingrata
displicencia de mi enfadosa recuperación, cuando, al mirar de pronto a la
lejanía, vi la dorada ventana montañesa, deslumbrante como un delfín en alta
mar. Allí hay unas hadas, pensé una vez más; la reina de las hadas a su ventana
encantada; o, en cualquier caso, alguna alegre montañesa; bien me hará, bien me
curará de mi fastidio, el verla. Basta. Echaré al mar mi bote. ¡Ánimo pues,
corazón! Vayamos al reino de las hadas, al fin del arco iris en el reino de las
hadas.
Cómo llegar al reino de las hadas, por cuál senda, no lo sabía, ni nadie
podía decírmelo, ni siquiera un tal Edmund Spenser, quien había estado allí —al
menos, tal me escribió—, excepto para asegurar que, para alcanzar ese reino, es
necesario navegar, y hacerlo con fe. Fijé la orientación de aquellas montañas
hadadas y, el primer día hermoso, cuando las fuerzas me lo permitieron, monté
en mi lancha —de cuerdo y de arzón alto—, liberé amarras y a navegar me lancé,
viajero libre como una hoja de otoño. Era la madrugada. Como partía hacia el
occidente, iba esparciendo por delante la mañana.
Unas millas después estaba cerca de las colinas, pero fuera de su
perspectiva general. No me había extraviado, pues a la orilla del camino postes
dorados, como señales, indicaban, no lo dudaba yo, la ruta hacia la ventana
dorada. El seguirlos me llevó a una región solitaria y lánguida, donde por las
sendas cubiertas de hierba solo andaba un ganado soñoliento, el que, más bien
perturbado por el día que despierto, parecía caminar en sueños. Rozar, no lo
hacía; los seres encantados nunca comen. Al menos, tal dice don Quijote, el más
sabio de los ¡sabios que haya vivido.
Seguí adelante y, finalmente, llegué al pie de la montaña prodigiosa,
aunque sin ver aún el anillo mágico. Delante de mí se levantaba un pastizal.
Dejando caer cinco trancas mohosas —tan húmedas en su verdor que parecían
sacadas de algún barco hundido—, un viejo Aries de lana abundante, rostro
alargado y cuernos enroscados vino a oliscarme; después, retrocediendo, con
decoro me guió por una vía láctea de malezas blancas, más allá de Pléyades y
Hespérides agrupadas indistintamente, de pequeños nomeolvides. Y me hubiera
llevado adelante por su senda astral de no ser por rubias bandadas de pájaros
amarillos, pilotos, sin duda, hacia la ventana dorada, que volaban a un lado y
delante de mí, de arbusto en arbusto, adentrándose en los bosques —bosques que
en sí eran un señuelo— y, de alguna manera, hechizados también por la cerca,
que cerraba una senda oscura que, no importa cuan oscura, subía. Seguí
adelante. Aries, que renunciaba a mí por creerme un alma perdida, dio una
vuelta en redondo y volvió por un camino para él más prudente. Terreno
prohibitivo y prohibido… para él.
En el bosque, un camino de invierno, cubierto a todo lo largo por
gaulterias. A orillas de aguas guijarrosas —incluso más alegres por solitarias,
bajo las oscilantes ramas de los pinos, por ninguna estación mimados y, sin
embargo, siempre verdes, continuaba mi viaje, sobre mi caballo. Adelante, por un
viejo aserradero, de tal manera oprimido y acallado por las enredaderas, que no
se escuchaba ya su voz chirriante; adelante, por un profundo cauce abierto por
las aguas en un mármol de nieve, teñido de primavera, donde los impulsos de las
avenidas habían cavado en la roca viviente, en cada margen, capillas vacías;
adelante, por donde Juan de la iglesia, como el Bautista de igual nombre,
predicaba a la naturaleza; adelante, por donde una enorme roca de grano duro,
hundida en helechos, mostraba los lugares en que, en tiempos ya olvidados, un
hombre tras otro intentó dividirla, perdiendo sus cuñas en el esfuerzo, cuñas
que seguían pudriéndose en los agujeros; adelante, por donde, a lo largo del
tiempo, en los bordes escalonados de una caída de agua, se habían labrado
chimeneas, huecas como cráneos, mediante el incesante movimiento de un
pedernal, siempre desgastando sin desgastarse él mismo; adelante, por unos
rápidos violentos que desembocaban en un estanque secreto, donde se pacificaban
tras girar allí unos momentos, para seguir adelante serenos; adelante, por un
terreno menos abrupto, a través de un claro donde, sin duda, bailaron hadas o
donde se calentó una rueda, pues todo estaba allí desnudo; y adelante aún,
hacia arriba, hasta un jardín colgante donde, aquella mañana, con ojos de
doncella me miraba una luna en creciente.
Mi caballo agachaba la cabeza. Ante él rodaban manzanas rojas, las
manzanas de Eva, las llamadas “no busques más”; probó una y otra yo; sabían a
tierra. Aún no estamos en el reino de las hadas, pensé, lanzando la brida hacia
un encorvado y viejo árbol, que dobló una rama para asirla. Porque el camino
iba ahora por donde no había senda, y nadie sino yo podía transitarlo, y ello
impulsado por el atrevimiento. Avancé entre matorrales de moras que trataron de
detenerme, esforzándome yo por llegar a sembradíos estériles de laurel
montañoso; por pendientes resbalosas hacia alturas desnudas, donde nadie estaba
a recibirme. Aún no entramos en el reino de las hadas, pensé, aunque la mañana
vino antes que yo.
Muy dolorido de los pies y cansado, no alcancé entonces el final de mi
viaje, pero a poco llegué a un paso escabroso, que se hundía en regiones
situadas más allá todavía. Un caminillo zigzagueante, a medias cubierto de
matorrales de arándano, se perdía allí por entre los riscos. Una brecha había
en sus filosos lados; de ella partía un senderillo que, trepando por aquel
breve desfiladero, surgía garboso donde la cima de la montaña, en parte oculta
hacia el norte por una hermana mayor, con suavidad subía por el espacio antes
de precipitarse oscuramente. Y allí, entre rocas fantásticas, tras reposar en
un hato, la senda se enroscaba, vencida a medias, hasta llegar a una cabañita
gris, de un solo piso, coronada por un techo a dos aguas, como si fuera una
monja.
En uno de sus lados el techo estaba muy manchado por la acción del
tiempo y, cerca del enyerbado canalillo del alero, todo cubierto de velloso
terciopelo; sin duda que allí fundaban musgosos prioratos los caracoles-monjes.
El otro declive estaba recién tejado. Al lado norte, sin puertas y sin
ventanas, las chillas, limpias de pintura, conservaban el verde, como el lado
norte de los pinos cubiertos de liquen o los cascos, sin revestimiento de
cobre, de los juncos japoneses cuando están al pairo. Todo el basamento, como
el de las rocas vecinas, estaba rodeado por venas oscuras del césped más rico;
porque, al igual que ocurre en el reino de las hadas con las piedras de un
hogar, la roca natural, aunque empleada en una casa, conserva hasta el final su
poder fertilizador, como si estuviera en el campo; solo por necesidad, cuando
se derriba un edificio, pasa al pasto exterior. Al menos, tal dice Oberón, gran
autoridad en cuestiones de hadas. Pero incluso haciendo de lado a Oberón,
cierto es que, hasta en el mundo cotidiano, la tierra, cuando cercana a las
granjas, como cuando cercana a las rocas de los pastizales, es, aunque no se
haya procurado eso, más rica que unos cuantos metros más allá; así de suave y
nutritivo es el calor que en ese lugar se irradia.
En lo que respecta a la cabaña, las venas oscuras eran más ricas en el
frente y cerca de la entrada, donde el terreno y, en especial, el umbral de la
puerta se habían ido asentando gradualmente, debido a su antigüedad.
No se veía cercado alguno, ni tampoco límites. Cerca había helechos,
helechos y más helechos; un poco más allá, bosques, bosques y más bosques; más
allá todavía, montañas, montañas y más montañas; después, cielo, cielo y más
cielo. Tendidos en campos aéreos, pastos para la luna montañesa. Todo era
naturaleza y solo naturaleza, incluyendo la casa; y hasta un montón no muy alto
de madera de abedul, apilada a la intemperie, para sazonarla, y encima de cuyos
maderos plateados brotaban, como si a través de la cerca de una tumba apartada,
vagabundos arbustos de frambuesa, decididos defensores de su derecho de paso.
La senda, tan delicadamente estrecha, como un caminillo para ovejas,
pasaba entre helechos bien plantados. Por fin el reino de las hadas, pensé;
aquí moran Una y su cordero. En verdad, una habitación pequeña, un mero
palanquín, puesto en la cima, en un paso situado entre dos mundos, a ninguno de
los cuales pertenecía.
Una hora sofocante, y yo con un sombrero delgado, de material amarillo,
y blancos pantalones acampanados, ambas prendas reliquias de mis navegaciones
por los trópicos. Atorado en los helechos silenciosos, caí suavemente,
manchándome las rodillas de un verde mar.
Me detuve en el umbral o, más bien, en donde alguna vez estuvo el
umbral, y vi, a través del vano de la puerta, una muchacha solitaria que cosía
junto a una solitaria ventana. Una muchacha de mejillas pálidas y una ventana
con manchas de moscas, con avispas en los arreglados paneles superiores. Hablé.
Se sobresaltó tímidamente, como una muchacha tahitiana que, aislada para un
sacrificio, a través de las palmeras viera por primera vez al capitán Cook.
Tras recuperarse, me pidió que entrara; con su mandil sacudió un taburete;
luego, en silencio, volvió al suyo. Dando las gracias, me senté; y ahora, por
un tiempo, también estuve mudo. Entonces, ésta es la casa en la montaña de las
hadas, y ésta la reina sentada a su mágica ventana.
Me acerqué. Allá abajo, enmarcado por aquel paso en forma de túnel, como
si fuera un telescopio, vislumbré un mundo lejano, borroso, azul claro. Apenas
lo reconocí, aunque de él venía.
—La vista debe serle muy placentera —dije finalmente.
—Ah, señor —y en sus ojos aparecieron unas lágrimas–, la primera vez que
vi por esta ventana, me dije “Nunca, nunca me cansaré de esto”.
—¿Y qué la ha cansado ahora?
—No lo sé —y una lágrima cayó—. No es el paisaje, es Mariana.
Hace algunos meses su hermano, de apenas diecisiete años, había venido a
esos lugares desde muy lejos, desde el otro lado, para cortar leña y volverla
carbón; ella, su hermana mayor, lo acompañó. Huérfanos eran desde hacía mucho
tiempo y, ahora, únicos habitantes de aquella casa solitaria en las montañas.
Ningún huésped venía, ningún viajero pasaba. Solo en ciertas temporadas los
vagones de carbón utilizaban aquella senda zigzagueante, peligrosa. El hermano
se ausentaba todo el día y, en ocasiones, toda la noche. Cuando al anochecer
volvía a casa, agotado, pronto dejaba el pobre chico su banco por la cama; tal
como, finalmente, también se renuncia a eso para alcanzar un descanso más
profundo. El banco, la cama, la tumba.
Silencioso estuve ante la ventana mágica mientras me contaban estas
cosas.
—¿Sabe usted —dijo por fin, arrancándose a su relato— quién vive allá?
Nunca he bajado a esa región, lejos de aquí, quiero decir. Esa casa, la de
mármol —e indicó a la distancia en aquel paisaje de abajo—. ¿No la ve? Allí, en
aquella pendiente larga, con el campo al frente y los bosques detrás; el blanco
resalta sobre el azul ¿no lo nota? Es la única casa a la vista.
Miré. Al cabo de un tiempo, y para mi sorpresa, reconocí, más por la
posición que por el aspecto o la descripción de Mariana, mi morada, que
brillaba muy parecido a ésta de la montaña vista desde el porche. La bruma
engañadora la hacía aparecer más como el palacio del rey Encantador que como
una granja.
—Me he preguntado a menudo quién vive allí. Alguien feliz, desde luego.
Eso pensé otra vez esta mañana.
—¿Alguien feliz? —repetí, sorprendido—. ¿Y por qué piensa eso? ¿Cree que
viva allí alguien rico?
—Jamás me pregunté si rico o no. Pero tiene tal apariencia de felicidad,
aunque no sepa decir por qué. Se halla tan lejos. En ocasiones me parece que la
estoy soñando. Debiera verla al atardecer.
—Sin duda que el sol la dora bellamente, pero no más, tal vez, que el
amanecer con esta casa.
—¿Esta casa? El sol es bueno, pero nunca dora esta casa. ¿Por qué habría
de hacerlo? Esta vieja casa se pudre, y ello la vuelve sumamente musgosa.
Claro, en las mañanas el sol entra por esta ventana, que estaba cancelada
cuando llegamos, y que no puedo mantener limpia, haga lo que haga; y quema
casi, y casi me ciega cuando coso, aparte de inquietar a las moscas y a las
avispas; moscas y avispas como solo se las conoce en las casas solitarias de
las montañas. Mire aquí esta cortina —este delantal— con la que trato de
mantenerlo fuera. Desteñido, ¿lo ve? ¿Dorar el sol esta casa? Mariana nunca vio
tal cosa.
—Porque cuando el tejado está lo más dorado, usted se encuentra recogida
dentro.
—¿Quiere decir en la hora más cálida y sofocante del día? Señor, el sol
no dora este tejado. De tal manera gotea, que mi hermano tejó todo un lado. ¿No
lo vio? El lado norte, donde el sol golpea más sobre lo que la lluvia ha
mojado. Este sol es bueno; pero el techo primero abrasa y luego se pudre. Una
casa vieja. Quienes la construyeron se fueron al Oeste, donde, se dice,
murieron hace mucho. Una casa de montaña. En invierno, ni los zorros se
cobijarían en ella. Esa chimenea se ha bloqueado con la nieve, como un tocón
hueco.
—Tiene usted extrañas fantasías, Mariana.
—No hacen sino ser reflejo de las cosas.
—Entonces debí decir “Estas cosas son extrañas” y no “Tiene usted
extrañas fantasías”.
—Como guste —y volvió a su costura.
Algo en aquellas palabras, o en aquella acción tranquila, me hizo
enmudecer de nuevo. Al notar, a través de la ventana mágica, que caía una
sombra grande, como la creada por un cóndor gigantesco que flotara con sus alas
extendidas, en una pose de ensimismamiento, me di cuenta de que, debido a lo
más profundo y definitivo de su tono, fundía en su interior todas las sombras
menores de rocas y helecho.
—Mire usted la nube —dijo Mariana.
—No, una sombra, sin duda de una nube, aunque no puedo verla. ¿Cómo lo
supo? Sus ojos no han dejado la labor.
—La oscureció. Bueno, la nube se ha ido y Tray regresa.
—¿Quién?
—El perro, el perro lanudo. Al mediodía se va, por voluntad propia, para
cambiar de forma; luego regresa y yace por un rato cerca de la puerta. ¿No lo
ve? Tiene la cabeza vuelta hacia usted, aunque, cuando usted llegó, miraba al
frente.
—Sus ojos no han abandonado esa costura. ¿De qué habla usted?
—Por la ventana, cruzando.
—¿Quiere decir esa sombra lanuda, ésa cercana? Pues sí, ahora que la
observo, no deja de parecerse a un gran perro de Terranova negro. Ida ya la
sombra invasora, la invadida regresa. Pero no alcanzo a ver qué la produce.
—Para eso, necesita salir.
—Sin duda una de esas rocas llenas de hierba.
—¿Ve usted la cabeza, la cara?
—¿De la sombra? Habla como si usted la viera, y ha tenido todo el tiempo
los ojos en el trabajo.
—Tray lo está mirando —y sin levantar la vista, agregó—; ésta es su
hora; lo veo.
—Entonces, ¿tanto tiempo lleva sentada a esta ventana, por la que solo
pasan nubes y vapores, que, para usted, las sombras son objetos, aunque hable
de ellos como fantasmas? ¿Tan familiares le son que, por medio de una especie
de sexto sentido, puede, sin mirarlos, decir dónde están, aunque, como si
tuvieran patas de ratoncillo, a hurtadillas andaran y fueran y vinieran? ¿Son
estas sombras sin vida, para usted, como amigos que, aunque fuera de su vista,
no lo están de su mente, ni siquiera en sus caras? ¿Ocurre así?
—Nunca lo pensé de esa manera. Pero al más amistoso de ellos, que tanto
calmaba mi hastío con su fresco temblar allí entre los helechos, me lo
quitaron, para jamás devolvérmelo, como ahora sucedió con Tray. La sombra de un
abedul. El árbol fue herido por un rayo, y mi hermano lo cortó; usted vio la
madera amontonada fuera; bajo ella están enterradas las raíces, pero no la
sombra. Ésta voló para nunca volver, y nunca temblará ya en lugar alguno.
Otra nube pasó por encima, borrando una vez más al perro y oscureciendo
toda la montaña. Mientras la quietud se mostraba tan aquietada, bien pudo la
sordera olvidarse de sí misma o bien creer que aquella sombra silenciosa
hablaba.
—No escucho, Mariana, ave ninguna, ave canora ninguna. Nada escucho.
¿Jamás vienen por aquí muchachos o pájaros a recoger bayas?
—Muy rara vez oigo pájaros; muchachos, nunca. La mayoría de las bayas
madura y cae, sin que nadie, sino yo, lo sepa.
—Pero unos pájaros amarillos me enseñaron el camino, o parte de él por
lo menos.
—Y luego se volvieron. Supongo que vuelan por las laderas, pero nunca
anidan en la cima. Sin duda usted piensa que, por vivir aquí solitaria, por no
saber nada, por no escuchar nada —o muy poco, fuera del trueno y la caída de
los árboles—, por no leer nada, por hablar muy rara vez y, sin embargo, estar
siempre despierta, caigo en esos pensamientos extraños —porque así los llamó—,
en este hastío y en esta vigilia. Mi hermano, que se mueve y trabaja al aire
libre, quisiera que pudiera descansar como él; pero mi trabajo es
mayoritariamente el de una mujer: sentarme, sentarme, sin cesar sentarme.
—Pero ¿no sale a caminar en ocasiones? Estos bosques son grandes.
—Y solitarios; solitarios de tan grandes. A veces, es cierto, al
mediodía me alejo un poco, pero vuelvo en seguida. Es mejor sentirse sola al
lado del hogar que al lado de una roca. Conozco las sombras que aquí me rodean;
me son extrañas las de los bosques.
—¿Y las noches?
—Como los días. Pensar, pensar… una rueda que no puedo detener; y la
hace dar vueltas la simple falta de sueño.
—Oí que, para ese hastío del insomnio, el decir nuestras plegarias y,
luego, el posar la cabeza sobre una almohada de lúpulo fresco…
—¡Mire!
A través de la ventana mágica señaló ladera abajo, hacia un cercano
jardincillo —un mero trozo de tierra removida, a medias rodeado por las rocas
que le daban cobijo—, donde, una al lado de otra, separadas unos pies,
encanijadas y marchitas, dos enredaderas de lúpulo trepaban por dos varas; al
llegar a las puntas se hubieran unido en un abrazo ascendente, pero los
perplejos brotes, tras tantear por un tiempo en el aire, volvían al lugar de
donde habían surgido.
—Así que ya probó esa almohada.
—Sí.
—¿Y orar?
—Plegarias y almohada.
—¿Y no hay alguna otra cura o encantamiento?
—¡Ah, si una vez tan solo pudiera llegar a aquella casa y mirar al ser
feliz que en ella vive! Una idea tonta: ¿por qué pienso en ella? ¿Será que vivo
tan sola y nada conozco?
—Tampoco yo conozco nada y, por lo tanto, no puedo responder. Pero, en
bien suyo, Mariana, mucho quisiera ser esa feliz persona de esa casa feliz que
usted sueña estar viendo, porque entonces la vería y, como usted dice, este
hastío tal vez desaparecería.
Basta. Nunca ya zarpo en mi bote hacia el reino de las hadas, y me
conformo con mi porche. Es mi palco real y este anfiteatro mi teatro de San
Carlos. Sí, el escenario es mágico y la ilusión completa. Y madama Alondra de
los Prados, mi primera dama, interpreta aquí su gran papel; y, al beber de sus
notas matinales que, como Memnón, parecen brotar de la ventana dorada, ¡cuan
lejano me parece el rostro que tras ella se encuentra!
Pero cada noche, cuando cae la cortina, la verdad llega con la
oscuridad. Ninguna luz surge en la montaña. Voy y vengo por el porche, acosado
por el rostro de Mariana y por muchas otras historias igualmente reales.
*FIN*
“The Piazza”,
The Piazza Tales, 1856
























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