● (1839) Fragmentos desde un escritorio (Fragments from a Writing Desk) (Texto Cuentos infantiles Top) (Cuentos Completos, Alba Minus)
Fragmentos
desde un escritorio
Por
Herman Melville
I
Mi querido M.:
Puedo imaginaros sentado en ese amado, delicioso y
anticuado sofá; con la cabeza apoyada en el lujoso acolchado y los pies en alto
sobre el respaldo ambicioso de esa silla vieja y extraña de patas rectas y
cuello tieso, que, como me aseguró nuestro bromista W., es idéntica al asiento
en el que el viejo Burton escribió su Anatomía de la melancolía. Estoy viéndoos
levantar a regañadientes la mirada del enorme tratado en cuarto que os aplasta
el regazo para recibir el paquete que os lleva el criado y casi puedo imaginar
cómo esos amados rasgos se iluminan por un momento con una expresión de alegría
al leer el remite de vuestro gentil pupilo. Os suplico que dejéis ese odioso
volumen de letras negras y no permitáis que sus hojas mohosas y marchitas
mancillen la pureza virginal y la blancura de la hoja que sirve de vehículo
para tanto buen sentido, pensamientos puros y sentimientos castos y elegantes.
Recordaréis cómo solíais reprocharme mi solapada
vergüenza, mi mauvaise honte, como diría lord Chesterfield. ¡Pues bien! He
decidido que, de ahora en adelante, no volveréis a tener ocasión de aplicarme
esos aduladores apelativos de «¡loco!», «¡majadero!» y «¡borrego!», que antes
vertíais indignado sobre mí, con un vigor y una facilidad que siempre suscitaba
mi sorpresa, aunque provocara en mí cierto resentimiento.
¿Y cómo creéis que me he librado de semejante estorbo?
Pues simplemente llegando a la conclusión de que este hermoso cuerpo mío alberga
todas las gracias viriles. De que mis miembros se modelaron según la simetría
del Júpiter de Fidias; de que mi semblante irradia ingenio e inteligencia y de
que toda mi persona es envidiada por los petimetres, idolatrada por las mujeres
y admirada por mi sastre. ¡Y qué decir, señor, de mi espíritu! He descubierto
que está dotado de los poderes más inauditos y extraordinarios, henchido de
conocimiento universal y embellecido con toda suerte de logros refinados.
¡Pólux! ¡Qué cómodo resulta tener buena opinión de uno
mismo! Vamos, que cuando paseo por la Broadway de nuestro pueblo, me doy unos
humos que me ganan el aprecio de cualquier persona inteligente con la que me
encuentre, ¡como un distingué del agua más pura, una brizna del verdadero
temperamento, sangre de la mejor calidad! ¡Dios mío!, cómo desprecio a esa
gentuza rastrera que escurre el bulto por la calle como si fueran lacayos o
vagabundos; que no han aprendido jamás a llevar la cabeza bien alta, sino que
cargan con el más noble de los miembros humanos como si se la hubiera golpeado
alguna amazona arpía; que arrastran los pies por la acera con paso rápido y
vacilante, con un movimiento atropellado y ridículo que, por la magnitud del
contraste, embellece mi propio andar lento y digno, que puedo variar a voluntad
desde una suerte de abandono hasta un paso más vivo y despierto, de acuerdo con
el tiempo, la ocasión y la compañía.
Y también en sociedad…, ¡cuántas veces me habré
compadecido de los pobres desgraciados que se quedan aparte en un rincón, como
un rebaño de ovejas asustadas mientras yo, hermoso como Apolo, vestido de un
modo que despertaría la admiración de un Brummel y circundado por un cinturón
de amor propio, bromeo con las damas, requiebro a una, intercambio unas
palabras con otra, acaricio a esta bajo la barbilla y le paso la mano a esta
otra por la cintura; y, finalmente, remato la operación besándolas a todas para
gran edificación de los seductores y mal reprimido disgusto de la ovina
multitud mencionada antes, que con los ojos abiertos como platos y la boca
distendida me proporciona materia para ejercer mi refinado ingenio, que como el
centelleante filo de una espada damascena «deslumbra a todos con su brillo»!
Y entonces, cuando se abren las puertas y el lacayo
anuncia que la cena está dispuesta, cuántas veces me habré adelantado y, con
profunda obediencia hacia las damas, habré prometido por el arco de Cupido y
puesto a Venus por testigo de mi sinceridad, al decirles que desearía tener
cien brazos para ponerlos todos a su servicio, y las habré escoltado alegre y
galantemente hasta el lugar del banquete; mientras esas tímidas criaturas se
dirigían al salón como una manada de vacas estúpidas, tropezando, sonrojándose,
balbuciendo y solas.
¡Cierto!, debido a mis logros elegantes y mi talento superior,
mi gracioso porte, y sobre todo mi natural dominio de mí mismo, he provocado
imprudentemente hasta un extremo irreconciliable el resentimiento de media
veintena de esos petimetres de pueblo; a quienes, aunque preferiría contar con
su aprecio, valoro demasiado poco para temer su mala voluntad.
¡Por mi Biblia, señor, que este mismo pueblo de
Lansingburgh contiene dentro de sus hermosos límites tantas damiselas de
mejillas sonrojadas como uno querría contemplar en un somnoliento día de
verano! Cuando recorro las anchas aceras de mi propia metrópolis, mis ojos se
detienen en esas bellas formas que mariposean aquí y allá y me paro a admirar
la elegancia de su atuendo; el gusto exhibido en sus adornos; la suntuosidad de
los materiales; y puede que a veces el encanto de unos rasgos que ningún arte
podría mejorar ni ninguna negligencia ocultar.
Pero aquí, señor, aquí…, donde la mujer parece haber
erigido su trono y establecido su imperio; aquí donde todos sienten y agradecen
su influencia, florece en originales encantos; y el ojo se posa, sin dejarse
deslumbrar por la profusión de extraños ornamentos, sobre los rostros más
hermosos que nuestra naturaleza de barro puede adoptar. El poeta ha cantado:
Cuando por vez primera el arte de los rodios adornó
a la reina de la belleza con su chipriota sombra,
el afortunado maestro combinó en su obra
todas las hechiceras miradas de las bellas de Grecia.
Fiel a la perfecta naturaleza, robó una gracia
de cada forma delicada y de cada dulce rostro;
y mientras estuvo en las islas del Egeo,
cortejó sus amores y atesoró sus sonrisas;
luego doró los matices, puros, preciosos y refinados,
y así combinados los mortales encantos, celestiales
parecían.
Ahora bien, si Apeles hubiera florecido en nuestros
días, y más particularmente, hubiese establecido su domicilio en este hermoso
pueblo, yo mismo habría podido presentarle más de una Hebe en la que se
reuniesen todas las gracias que configuran el ideal de belleza y encanto
femeninos. Tampoco, mi querido M., reina en esta brillante exhibición esa
monotonía de rasgos, formas y tez que se ve en todas partes; no, aquí tenemos
todas las variedades, todos los órdenes de la arquitectura de la Belleza: el
dórico, el jónico, el corintio, todos están aquí.
Tengo en «los ojos de mi alma, Horacio», tres (el
número de las Gracias, como recordaréis) que podrían estar cada una de ellas en
la cima de sus órdenes respectivos. Si la primera se vistiera con silvano
atuendo, y portase en su mano un arco, podría considerarse con justicia y
propiedad el retrato de la misma Diana. Su porte es audaz, su estatura alta y
recta, su presencia regia y dominadora y su tez tan clara y bella como el
rostro del cielo en un día de mayo; sus ojos brillan con ese matiz indefinible
que es, sin duda, el más sorprendente que pueda adornar el rostro humano. El
bermellón de sus mejillas adopta perpetuamente ese tono saludable y lozano que
estamos acostumbrados a contemplar y que ilumina, ¡ay!, por un instante, el
rostro de la bella de ciudad cuando hace su excursión anual al campo para
disfrutar por un tiempo del refugio de la vida rústica.
Si a esas cualidades le añadimos la majestad en la
apariencia y la dignidad en el porte que habríamos atribuido a la regia amante
de Antonio, junto con ese semblante heroico y griego que la imaginación le
asigna inconscientemente a la judía Rebeca, cuando se resistía a las arteras
mañas del templario, tendréis en mi pobre opinión el retrato de…
Al aventurarme a describir a la segunda de esta
hermosa trinidad, siento que mis poderes de delineación son inadecuados para la
tarea; aun así trataré de hacerlo, aunque como un pobre aficionado temo ofender
los encantos que intento retratar.
¡Acudid en mi ayuda, espíritus guardianes de la
Belleza! ¡Guiad mi torpe mano y preservad de la mutilación los rasgos que
cuidáis y protegéis! Bebed ríos enteros de champán, mi querido M., hasta que
vuestro cerebro esté mareado por la emoción; estudiad atentamente la última
parte del Canto Primero del Childe Harold, y saquead vuestras reservas
intelectuales en busca de las más vivas visiones del País de las Hadas, y
estaréis en parte preparado para disfrutar del epicúreo banquete que me
dispongo a ofreceros.
La estatura de esta hermosa mortal (si es que en
verdad pertenece a la tierra) es perfecta, pues, aunque no se la pueda acusar
de ser baja, tampoco puede llamársela con propiedad alta. Su figura es esbelta,
casi hasta la fragilidad, pero sorprendentemente modelada en la elegancia
espiritual, y es la única forma que vi jamás que puede soportar el juicio de una
crítica rigurosa.
Cualquiera que esté dotado del más ínfimo residuo de
imaginación debe de haber convocado desde los reinos de la fantasía, un ser más
brillante y hermoso que cualquier otra cosa que hubiera contemplado antes en
alguna de sus ilusiones, cuyo atributo principal y diferenciador
invariablemente resulte ser una forma del encanto indescriptible que parece:
navegar en luz líquida,
y flotar en un mar de bendiciones.
Raras veces se nos concede el cumplimiento de estas
visiones seráficas, pero puedo decir sinceramente que cuando mis ojos se
posaron por primera vez en esta adorable criatura, me creí transportado al país
de los sueños donde yacía encarnada la más brillante concepción de la más
descabellada fantasía. Si la chispa prometeica pudiera animar la Venus de
Medici, no haría sino ofrecer un reflejo de…
Su tez tiene el tono delicado de las morenas, con un
poco del rosado matiz de las circasianas; y uno podría jurar que únicamente los
soleados cielos de España han iluminado la infancia de un ser semejante, que
tanto se parece a sus propias «hijas de mirada oscura».
El contorno de su cabeza junto al perfil de su rostro
están esbozados con clásica pureza, y mientras el uno es indicio de
sentimientos refinados y elegantes, el otro no es más casto y sencillo que el
espíritu que irradia cada rasgo de su cara. Su pelo es negro como ala de
cuervo, y está partido como el de una virgen sobre la frente, donde se asienta,
circundada por sus hermanas, el verdadero genio de la belleza poética, la
esperanza y el amor.
¡Y qué decir de sus ojos! ¡Abren hacia ti sus órbitas
negras y profundas como el sol de mediodía en el cielo, y abrasan tu alma con
los fuegos del día! ¡Igual que la chispa divina del Dios propicio incendiaba en
un instante las ofrendas colocadas sobre el altar sacrificial de los hebreos,
basta con una simple mirada de esos ojos orientales para incendiar tu alma y
provocar un estallido en tu interior! ¡Qué extraños son los dardos de Cupido!
¡Como los mandobles de la espada de Minotti, un simple vistazo a su alrededor
en un atestado salón de baile dejaría a su alrededor pilas de corazones
amontonados en semicírculos! Pero el sexo más rudo se merece que este ser
glorioso usurpe su orgulloso dominio, y otorgue a la expresión de su mirada una
ternura capaz de derretir al corazón más frío y sanar las heridas antes
infligidas.
Si al musulmán devoto y ejemplar que, al morir en la
fe de su Profeta, anticipa yacer en lechos de rosas embriagado por toda la
eternidad, le esperan huríes como esta, arrastradme amables vientos más allá de
este triste mundo y
¡Envolvedme en dulces aires lidios!
Pero me estoy dejando arrastrar por no sé qué
extravagancias, así que os daré brevemente un retrato de la última de estas
tres divinidades, y pondré fin a mis fatigosas lucubraciones.
Esta última es una belleza liliputiense; de estatura
diminuta, pelo rubio y pies para los que sería demasiado grande la zapatilla de
Cenicienta; un rostro dulce e interesante y modales eminentemente refinados y
atractivos. El aspecto de su fisonomía es singularmente suave y amable, y toda
su persona rebosa cada una de las gracias femeninas. Sus ojos
Derraman la dulzura de sus rayos azules;
y a ella, por encima de todas las de su sexo, pueden
aplicársele los versos de nuestro gentil Coleridge:
Doncella de mi Amor, dulce «____»,
a la luz de la belleza te deslizas:
tus ojos son como la estrella de la víspera,
y dulce tu voz como canción de serafines.
Pero no es tu celestial belleza lo que infunde
una pasión suave y brillante en este corazón,
sino la voz que en tu alma habita
y te prohíbe oír hablar de mi aflicción.
Cuando el sufriente se hunde y desfallece
no ve tendida la salvadora mano,
hermosa como el regazo del cisne
que se eleva graciosa sobre las olas,
he visto tu pecho conmovido de piedad,
y por eso te amo dulce «____»
Aquí, mi querido M., termina mi catálogo de las
Gracias, este capítulo dedicado a las Bellezas, y debo implorar vuestro perdón
por haber abusado tan largo tiempo de vuestra paciencia. En caso de que a vos
mismo, puesto que no es del todo imposible que la llama amatoria se haya
extinguido de vuestro pecho, no os interesen estos tres «falsos
presentimientos», no dejéis de hacérselos llegar a… y de pedirle su opinión en
cuanto a sus respectivos méritos.
Ofrecedle mi agradecimiento al alcalde por haber
atendido tan rápido mi petición y aceptad vos mismo el testimonio de mi nada
mermado aprecio y mi esperanza de que el cielo continúe sonriéndoos e
iluminando vuestro camino.
Siempre vuestro,
L. A. V.
II
«¡Caiga la confusión sobre los griegos!», exclamé
mientras me levantaba iracundo de la silla y arrojaba mi viejo diccionario al
otro lado de la habitación, cogí el sombrero y el bastón, me eché el abrigo por
encima y salí al aire puro del cielo. La frescura tonificante de una noche de abril
calmó mis sienes doloridas, y lentamente me encaminé hacia el río. Tras pasear
junto a la orilla cerca de media hora, me tumbé sobre la hierba mullida y no
tardé en perderme en ensoñaciones y en hundirme en mis sentimientos.
No llevaba allí ni cinco minutos, cuando una figura
totalmente embozada en los amplios pliegues de un abrigo se deslizó junto a mí,
dejó caer algo apresuradamente a mis pies y desapareció tras la esquina de una
casa cercana, antes de que pudiera recobrarme del asombro que me produjo un
suceso tan singular. «¡Por cierto —grité al ponerme en pie—, he aquí una chispa
de lo maravilloso!», me agaché, recogí un pequeño, elegante y rosado billete
amoroso con olor a lavanda, rompí apresuradamente el sello (un corazón
atravesado por una flecha) y leí a la luz de la luna lo siguiente:
Gentil caballero:
Si mi imaginación os ha pintado con colores genuinos,
al recibir esto, seguiréis sin falta a quien os lo ha entregado, allí donde
quiera llevaros.
INAMORATA
«¡Diablos si lo haré! —exclamé yo—, ¡pero calma!». Y
volví a examinar aquel singular documento, sostuve el billete entre mis dedos y
examiné la letra delicadamente femenina que habría podido jurar que era de
mujer. «¿Será posible —pensé— que hayan resucitado los días del romanticismo?
No. “¡Los días de la caballería ya pasaron!”, dice Burke».
Mientras rumiaba estas reflexiones, levanté la vista y
vi a la misma figura que me había entregado la dudosa misiva y que me hacía
gestos de que la siguiera. Me precipité hacia ella; pero, al acercarme, ella se
apartó y huyó ligera a lo largo del río a un paso que, entorpecido por mi
abrigo y mis botas, no podía seguir, y que me llenó de diversas aprensiones a
propósito de la naturaleza de un ser capaz de moverse con tan sorprendente
celeridad. Por fin, completamente sin aliento, reduje el paso y lo propio hizo,
al notarlo, mi misteriosa fugitiva, como si quisiera mantenerse a la vista,
aunque a demasiada distancia para que pudiera hablarle.
Tras recuperarme de mi fatiga y recobrar el aliento,
me desabroché el abrigo y, resuelto en mi interior a llegar hasta el fondo del
misterio, me lo quité de los hombros, lo arrojé al suelo y reemprendí la
persecución de la inalcanzable extraña. En cuanto di a entender por la
extravagancia de mis acciones que pretendía darle alcance, ella, con una risa
ligeramente despreciativa, comenzó a andar a un paso tal que, pese a mis
esfuerzos por perseguirla, no tardó en dejarme atrás, desconcertado y alicaído,
y maldiciendo para mis adentros al fuego fatuo que danzaba tan provocadoramente
ante mí.
Por fin, como hace todo el mundo, extraje sabiduría de
la experiencia, y pensé que la mejor estrategia era seguir en silencio los
pasos de mi excéntrica guía y esperar tranquilamente el desenlace de tan
extraordinaria aventura. Tan pronto como reduje el ritmo y di muestras de haber
renunciado a mi sumario modo de actuar, la extraña, acompasando sus movimientos
a los míos, siguió a un paso que dejaba entre nosotros una prudente distancia,
aunque de vez en cuando echaba una mirada atrás como un general fatigado, por
si volvía a verme tentado de poner a prueba la agilidad de sus miembros.
Tras proseguir nuestro camino de aquel modo monótono
durante un tiempo, observé que mi guía descuidaba en cierto modo sus
precauciones, pues en los últimos diez o quince minutos no hizo su acostumbrada
comprobación por encima del hombro, así que reuní ánimos, que según puedo
asegurarle al amable lector habían caído considerablemente por debajo de cero
tras el poco éxito de mis previos esfuerzos, y de nuevo me apresuré como loco a
toda velocidad, y tras avanzar inadvertido diez o doce varas, comencé a
acariciar la idea de que esta vez lograría mi propósito; en ese momento, como
recordando de pronto su omisión, se dio la vuelta y al verme correr hacia ella
como un caballo desbocado, soltó un grito casi inaudible de sorpresa y una vez
más huyó como ayudada por unas alas invisibles.
Este último fracaso fue demasiado para mí. Me detuve y
golpeé el suelo con una rabia incontenible, di rienda suelta a mi disgusto con
una salva de maldiciones que, bien mirada, tal vez contuviera una o dos
expresiones propias de los alegres días de la caballería andante. Pero, si
alguna vez fueron disculpables los juramentos, las circunstancias del caso
servían de atenuante para el crimen. ¡Cómo! ¿Ser derrotado por una mujer? ¿Tal
vez incluso burlado por una mujer? ¡Dios la confunda! ¡No podía ser peor! ¿Que
me adelantase, engañase y venciera una mera costilla de la tierra? ¡Era
insoportable! Pensé que no sobreviviría a la inexpresable mortificación de
aquel momento; y, en el cenit de mi desesperación, pensé en poner un romántico
fin a mi existencia en el mismo lugar que había sido testigo de mi vergüenza.
Pero cuando se extinguieron los primeros transportes
de mi ira, y reparé en que las aguas del río, en lugar de ofrecer una calma
imperturbable, como deberían hacer en una ocasión semejante, bajaban turbias y
revueltas; y al recordar que, aparte de ese, no tenía otro medio de realizar mi
heroico propósito, salvo el vulgar e inelegante de abrirme la cabeza contra el
muro de piedra que atravesaba la carretera, decidí sensatamente, tras
considerar las circunstancias antes mencionadas, junto con el hecho de que
había dejado a medias una partida de ajedrez que debía ganar y en la que había
apostado una gran suma, que cometer suicidio en esas condiciones sería muy poco
eficaz y probablemente tendría muchos inconvenientes. Durante el rato que tardé
en llegar a esta sabia y prudente decisión, mi espíritu tuvo tiempo de recobrar
la compostura anterior y estaba relativamente calmado y sereno; y comprendí la
locura de menospreciar a alguien en apariencia tan misterioso e inexplicable.
Decidí entonces que, ocurriera lo que ocurriese,
esperaría pacientemente el resultado del asunto; así que avancé en dirección a
mi guía, que todo ese rato se había quedado a la espera observando mis
acciones; los dos nos pusimos en marcha simultáneamente y pronto recuperamos el
mismo paso que antes.
Caminamos a paso vivo y nada más dejar atrás las
afueras de la ciudad mi guía se internó en un bosquecillo vecino y aumentó el
ritmo de la marcha hasta que llegamos a un lugar, cuya belleza singular y
grotesca, incluso tras los agitados sucesos de aquella tarde, no pude dejar de
apreciar. Habían talado un espacio circular de cerca de media hectárea en el
mismo corazón del bosque, aunque habían dejado dos hileras paralelas de árboles
airosos que, a una distancia de unos veinte pasos, se cruzaban
perpendicularmente con otras dos hileras semejantes y atravesaban todo el
diámetro del círculo. Esas nobles plantas lanzaban sus enormes troncos hasta
una altura increíble, llevaban sus verdosos laureles hasta lo alto elevando los
miembros gigantescos y ciñéndose unos a otros con áspero abrazo. La fantástica
unión de sus robustas ramas conformaba un arco magnífico, cuyas proporciones se
henchían hacia lo alto con una preeminencia orgullosa y ofrecía a la vista un
techo abovedado que mi imaginación perturbada creyó el dosel del banquete
triunfal del dios silvano. Esta perspectiva singular apareció ante mí en toda
su belleza mientras salíamos de los arbustos de los alrededores, y me quedé
inconscientemente en la linde del calvero para disfrutar mejor de aquella vista
sin rival; al seguir con la mirada el neblinoso perfil del bosque, reparé en la
diminuta silueta de mi guía que, de pie a la entrada del arco que he tratado de
describir, me hacía extravagantes gestos de impaciencia por mi retraso. Recordé
de inmediato la situación, lo que por un momento me puso bajo el control de
aquella caprichosa mortal, respondí a su llamada reemprendiendo la marcha en el
acto, y pronto entramos en la atlante arboleda entre cuyas sombras nos
ocultamos por completo.
Perdido en conjeturas durante todo aquel excéntrico
paseo, acerca de su fin probable, la sombría oscuridad de aquellos árboles
ancestrales imprimió un tono más siniestro a mis figuraciones y comencé a
arrepentirme de la precipitación insensata con la que me había embarcado en una
expedición tan peculiar y sospechosa. Pese a todos mis esfuerzos por dejarlas de
lado, acudieron a mi memoria las ficciones del jardín de infancia y sentí con
el Bob Acres de The Rivals que «mi valor desfallecía». En una ocasión, casi me
avergüenzo de reconocerlo ante ti, amable lector, mi imaginación se vio tan
rodeada de imágenes fantasmales que, lleno de aprensiones, a punto estuve de
darme la vuelta y huir, y había hecho ya algunos movimientos preliminares a tal
efecto, cuando mi mano, vagando accidentalmente por mi bolsillo tropezó con el
billete cuya romántica convocatoria había ocasionado esta aventura romántica.
Sentí que mi alma recobraba las fuerzas, y sonriendo ante las absurdas
presunciones que plagaban mi cerebro, volví a emprender orgullosamente la
marcha, bajo las ramas colgantes de aquellos viejos árboles.
Al salir de las sombras de aquella región romántica,
vimos de pronto un edificio que, con gentil eminencia y rodeado de árboles,
tenía la apariencia de una villa campestre; aunque su sobrio exterior no
exhibía ninguno de los fantásticos ornatos que habitualmente adornan los
chateaux elegantes. Mi guía, mientras nos aproximábamos a aquella sencilla
mansión, pareció redoblar sus precauciones; y aunque no daba muestras de estar
alarmada, sus miradas rápidas y sorprendidas revelaban no pocos recelos. Me
hizo gestos para que me escondiera tras un árbol cercano y se dirigió hacia la
casa con pasos rápidos pero cautos; mis ojos la siguieron hasta que desapareció
tras la sombra del muro del jardín y me quedé lleno de ansiedad esperando su
reaparición. Pasó un rato bastante largo hasta que la vi abriendo una pequeña
poterna y haciéndome gestos de que me acercara; no poco sorprendido por la
complacencia de la que, después de todo, hacía gala, acudí a donde me decía.
Disimulando mi sorpresa y haciendo acopio de fuerzas, seguí con zancadas
silenciosas los pasos de mi guía, completamente convencido de que aquel
misterioso asunto estaba a punto de aclararse.
El aspecto de aquella espaciosa morada era cualquier
cosa menos tentador; parecía haber sido construida con la celosa intención de
ocultar algo; y sus pocas pero bien defendidas ventanas estaban a suficiente
altura del suelo para frustrar la curiosidad fisgona de los extraños. No
brillaba una sola luz en aquellas estrechas ventanas, sino que todo era hosco,
oscuro y amenazador. Mientras mi imaginación, constantemente alerta en una
ocasión semejante, se ocupaba en atribuirle algún temible motivo a aquellas
precauciones tan inusitadas, mi guía se detuvo de pronto ante una alta ventana,
llamó en voz baja y reparé en que de allí descendía lentamente un grueso cordón
de seda atado a una cesta bastante grande que depositaron en silencio a
nuestros pies. Sorprendido por aquella aparición, me disponía a pedir
explicaciones cuando se puso solemnemente el dedo sobre los labios, se metió en
la cesta y me hizo gestos de que tomara asiento a su lado. Obedecí, aunque no
sin considerable aprensión; y, obediente a la misma llamada en voz baja que
había procurado su descenso, nuestro curioso vehículo se alzó en el aire entre
numerosos crujidos.
Sería imposible tratar de analizar mis sentimientos en
aquel momento. La solemnidad de la hora, la naturaleza romántica de la
situación, la singularidad de toda la aventura, la soledad del lugar, habrían
bastado para provocar el pánico en el corazón más firme y para perturbar los
nervios más templados. Pero si a eso le añadimos la idea de que en el silencio
de la noche, y en compañía de un ser tan completamente inexplicable, estaba
entrando de manera clandestina en una mansión tan peculiar, el lector más
amable y compasivo no se sorprenderá si le digo que deseé estar de nuevo en mis
cómodos alojamientos de la calle…
Tales fueron las reflexiones que cruzaron mi
imaginación durante nuestro viaje aéreo en el que mi guía observó el más
estricto silencio, solo roto de cuando en cuando por los ocasionales crujidos
de nuestro vehículo al rozar contra la pared de la casa durante su ascenso. Tan
pronto como alcanzamos la ventana, me rodearon dos fornidos brazos y antes de
que pudiera darme cuenta estaba plantado en mitad de una habitación oscuramente
iluminada por una única vela. Mi compañera de viaje no tardó en reunirse
conmigo; volvió a indicarme con el dedo que guardara silencio, tomó la
palmatoria y me animó a seguirla por un largo pasillo, hasta que llegamos a una
puerta baja oculta tras un viejo tapiz, que al abrirse tras un leve empujón
descubrió un espectáculo tan hermoso y encantador como cualquiera de los
descritos en las Mil y una noches.
El apartamento en el que entramos estaba decorado al
estilo del esplendor oriental, y en su atmósfera flotaban los perfumes más
deliciosos. Las paredes estaban cubiertas con las telas más elegantes,
ondulando en graciosos pliegues en los que estaban dibujadas escenas de
arcádica belleza. El suelo estaba cubierto con una alfombra de textura
finísima, en la que se habían bordado con habilidad exquisita los sucesos más
llamativos de la mitología antigua. Unidas a la pared por medio de cordones
torzales de seda carmesí y oro, había varias pinturas bellísimas que ilustraban
los amores entre Júpiter y Sémele, retrataban a Psique ante el tribunal de
Venus y otras escenas variadas delineadas todas con elocuente gracia. Había
lujosos canapés dispuestos alrededor de la habitación y tapizados con el
damasco más fino, sobre el que también se habían trazado al modo italiano las
fábulas antiguas de Grecia y Roma. Distribuidos por los rincones de la
habitación, había trípodes diseñados para representar a las tres Gracias
sosteniendo vasijas en alto, ricamente decoradas según el gusto clásico y de las
que emanaba una embriagadora fragancia.
Lámparas de araña de imposible descripción y
suspendidas del airoso techo por barras de plata, derramaban sobre esa
voluptuosa escena una luz tenue y temperada y dotaban al conjunto de esa
belleza somnolienta que debe verse para poder ser apreciada con justicia.
Espejos inusitadamente grandes multiplicaban en todas las direcciones los
magníficos objetos, engañaban al ojo con sus reflejos y burlaban a la vista con
profundas perspectivas.
Pero, por imponente que fuese aquella exhibición de
opulencia, no estaba a la altura del ser por quien brillaba con tanto
esplendor; pues la grandeza de la habitación servía tan solo para mostrar mejor
la inigualable belleza de su ocupante. Aquella soberbia decoración, aunque
prodigada con profusión ilimitada, era el mero accesorio de una criatura cuyo
encanto era de esa clase espiritual que no depende de ninguna ayuda añadida, y
que ninguna oscuridad podría disminuir ni ningún arte podría aumentar.
La primera vez que contemplé a aquel ser encantador,
estaba tendida sobre una otomana; en una mano sostenía un laúd y en la otra,
perdida entre los profusos pliegues de seda, apoyaba la cabeza. No pude evitar
recordar la apasionada exclamación de Romeo:
Ved cómo apoya en su mano la mejilla;
¡oh!, ¡quién fuera guante de esa mano, para poder
besar esa mejilla!
Iba vestida con una suave túnica del blanco más puro,
y su pelo, huido de la cinta de rosas que lo recogía, derramaba sus negligentes
gracias sobre el cuello, el hombro y el regazo, como si se resistiera a revelar
la verdadera extensión de sus trascendentes encantos. Su cinto era de satén
rosa y en él había bordados varios retratos de Cupido en el acto de tender el
arco, mientras que los amplios pliegues de su manga turca estaban recogidos en
la muñeca por un brazalete de inmensos rubíes, cada uno de los cuales
representaba un corazón traspasado por una flecha dorada. Sus dedos estaban
decorados con varios anillos que, cuando me saludó con la mano al entrar,
emitieron un millar de centelleos y exhibieron a la vista su brillante
esplendor. Por debajo de la orla de su manto y casi enterrado en el plumoso
cojín en el que se apoyaba, asomaba el piececillo más hermoso que pueda
imaginarse; envuelto en una zapatilla de satén que se aferraba a él mediante un
cierre de diamantes.
Cuando entré en la habitación, su mirada parecía
abatida y la expresión de su rostro dolida e interesante; por lo visto estaba
perdida en algún sueño melancólico. Al entrar yo, sin embargo, su rostro se
iluminó cuando, con un majestuoso movimiento de la mano, le indicó a mi guía
que saliera de la habitación y me dejó mudo y lleno de admiración y
desconcierto, ante su presencia.
Por un momento, la cabeza me dio vueltas y perdí el
control de todas mis facultades. No obstante, recobré el dominio y con eso y mi
buena educación avancé caballerosamente, hinqué graciosamente la rodilla y
exclamé: «¡Aquí me inclino, dulce divinidad, y me arrodillo ante el altar de
tus incomparables encantos!». Dudé, me sonrojé, alcé la mirada y vi un par de
ojos andaluces que me miraban, cuya expresión seria y ardiente me atravesó el
alma, y sentí que mi corazón se disolvía como el hielo ante los calores
equinocciales.
¡Ay, pese a todos los votos de eterna fidelidad que le
había jurado a otra, los hilos de seda se partieron; los cordones dorados
desaparecieron! Un nuevo dominio se deslizaba en mi alma, y caí encadenado a
los pies de mi hermosa hechicera. Se produjo un momento de un interés
indescriptible, mientras respondía a la mirada de aquel ser glorioso con otra
tan ardiente, tan abrasadora y tan firme como la suya. Pero no era propio de
una mujer mortal resistir la mirada de unos ojos que nunca se habían arredrado
ante el enemigo y cuyos fieros destellos danzaban ahora en la salvaje expresión
de un amor que desgarraba mi interior como un remolino y arrastraba mis afectos
pasados como si fuesen malas hierbas del ayer. ¡Las largas y oscuras pestañas
cayeron! ¡Se apagaron los fuegos cuyo brillo había prendido en llamas mi alma!
¡Tomé su mano indolente, me la llevé a los labios y la
cubrí de besos ardientes!
«¡Bella mortal —exclamé—, siento que mi pasión es
correspondida, pero séllala con tu propia y dulce voz o moriré en la
incertidumbre!».
Aquellas lustrosas órbitas derramaron otra vez todos
sus fuegos; y, enloquecido por su silencio, la tomé en brazos, estampé un
largo, largo beso en sus labios calientes y relucientes, y grité: «¡Háblame!
¡Dime, cruel mujer! ¿Emana tu corazón un fluido vital como el mío? ¿Soy amado,
aunque sea tan salvaje y locamente como yo te amo?». Ella siguió en silencio;
¡Dios mío, qué horribles aprensiones cruzaron mi alma! Frenético con la idea,
la sujeté, contemplé su rostro y encontré la misma mirada apasionada; sus
labios se movieron —la escuché con tanta intensidad que todos los sentidos me
dolían—, todo siguió en silencio, no emitieron ningún sonido; ¡la aparté de mi
lado, aunque seguía aferrada a mis ropas, y con un salvaje grito de agonía salí
de la habitación! ¡Era muda! ¡Dios mío! ¡Muda! ¡SORDOMUDA!
FIN
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